Los minerales arcillosos son esenciales para la vida, ya que ayudan a mantener su estructura y aportan importantes nutrientes. Las arcillas también son ricas en iones metálicos, que podrían haberse utilizado como catalizadores en las primeras etapas de la vida.
Los minerales arcillosos micáceos, como la montmorillonita, tienen una estructura regular que podría haber proporcionado una plantilla para la formación de moléculas orgánicas. Las superficies de estos minerales también están cargadas negativamente, lo que habría atraído moléculas orgánicas cargadas positivamente.
En presencia de agua, estas moléculas orgánicas podrían haber reaccionado entre sí para formar moléculas más complejas, lo que eventualmente habría llevado a la formación de células vivas.
La hipótesis de la arcilla micácea está respaldada por una serie de estudios experimentales que han demostrado que los minerales arcillosos pueden catalizar la formación de moléculas orgánicas y que estas moléculas pueden ensamblarse en estructuras autoorganizadas.
Uno de los experimentos más famosos que respalda la hipótesis de la arcilla micácea fue realizado por Stanley Miller y Harold Urey en 1953. En este experimento, simularon las condiciones de la atmósfera y el océano de la Tierra primitiva en un matraz de vidrio sellado. Luego agregaron una chispa al matraz, que proporcionó la energía necesaria para que ocurrieran reacciones químicas.
Después de unos días, descubrieron que en el matraz se habían formado una variedad de moléculas orgánicas, incluidos aminoácidos, que son los componentes básicos de las proteínas.
La hipótesis de la arcilla micácea todavía se considera una explicación viable para el origen de la vida y los científicos continúan estudiándola en la actualidad.